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¿Por qué existen los Estados?

 

Los Estados, tal como se conocen hoy en la sociedad occidental y moderna, son formas jurídicas adoptadas por los pueblos para ordenar el manejo de asuntos que, en común se ha consensuado, tienen una utilidad superior a la del costo de no contar con dicha estructura.

El Estado moderno es un ente de características abstractas, resultado de un acto de constitución mediante el mecanismo de la Constitución Política de un país, o territorio, en el que se definen las características propias de los límites geográficos, políticos y de distribución de las funciones.

La distribución de las funciones del Estado moderno se fundamenta en los principios básicos de la separación de las actividades diversas que debe tener un ente, para evitar los actos de concentración que podrían llegar a manifestarse en condiciones de abuso de poder.

Se contrapone a la figura del Estado como concepto de organización social, el totalitarismo, sea este parcial o total. Una concentración del poder en manos de uno o pocos individuos y en particular de instituciones, la gestión de las cosas del interés público.

Para que haya Estado debe haber una distribución funcional de pesos y contrapesos que permitan y sean garantes de que los poderes de uno no se están excediendo en perjuicio del otro Poder o, más grave aún, en condiciones que desmejoren las garantías de los gobernados por el Estado.

El Estado así entendido tiene una serie de mandatos para cumplir con sus obligaciones y ejercer sus derechos. Estos emanan de la constitución misma, que se manifiesta en la carta fundamental o constitución política del territorio.

Cuando se establecen estos roles se hace con el fin de atribuir a cada Poder las funciones que sean útiles y pertinentes según la doctrina de la cuestión pública.

Un Estado tiene el propósito de lograr que la convivencia de los habitantes sea la más armónica y coherente con los principios de bienestar resultantes de la equidad, la justicia, la solidaridad y la igualdad ante las leyes.

El Estado es un sujeto de imputación de derechos y de obligaciones que, como ente abstracto, se manifiesta mediante sus órganos, siguiendo estos los predicados de representación y representatividad de los que dan cuenta las características modernas de los estados democráticos.

Los Estados tienen su motivo de ser en el ordenamiento de los asuntos públicos. Sus cartas fundamentales detallan las funciones para promover, facilitar, evitar o vigilar que se cumplan asuntos necesarios para la satisfacción de las necesidades de la comunidad bajo su amparo.

El Estado tiene la responsabilidad de procurar los recursos humanos, tecnológicos, financieros y de orden jurídico para hacer viable el eficaz cumplimiento de los encargos incluidos en la Constitución Política. Sus funcionarios, como depositarios de poder instrumental, deben velar por el logro del cumplimiento de sus fines, tutelando de manera propia y apropiada los bienes jurídicos encomendados a la función estatal.

Dentro del proceso de discernimiento de qué funciones se le atribuyen al Estado y cuáles se dejan en manos de los actores de la sociedad civil, se debe mantener en el ámbito de una democracia representativa un principio de fundamental equilibrio.

De la confluencia que surge entre los límites de los actos y funciones del Estado, está la clara necesidad de entenderle como un instrumento al servicio de los habitantes. Son estos los que deben manifestar, a través de los órganos respetivos, las responsabilidades que la sociedad pretende cederle al Estado.

En tesis de principio todas las responsabilidades de una sociedad son de su colectivo, los habitantes, soberanos que depositan en las instituciones ordenadas en los Poderes del Estado ciertas funciones que no quieren, no pueden o no conviene al bien común, que se mantengan en la esfera de lo privado.

Es fundamental para este discernimiento tener claro que una tesis de esta naturaleza solo se puede atender como válida en las sociedades democráticas modernas, así como algunas variaciones de orden anacrónico que hacen coexistir a las democracias institucionales con las monarquías, aún en el siglo XXI.

Una vez definidas las responsabilidades que se le encomiendan a la función pública, se debe tener en consideración la correcta distribución en las ejecutivas, legislativas, judiciales y la conveniente separación de éstas de las funciones electorales. Una sociedad moderna que, para dotarle de recursos, hace surgir el derecho financiero público, que atiende los asuntos de los ingresos y gastos públicos

La necesaria dotación de recursos materiales es necesaria para que, mediante el uso racional de estos, se logre que los depositarios de la autoridad puedan dar cuenta de su gestión. Deberían atender con un adecuado equilibrio entre los recursos atribuidos y las funciones depositadas a título de mandato. Como sociedad siempre debería existir la clara consciencia de entender el Estado como uno de los agentes económicos más importantes de la economía.

Sin embargo, hay quienes confunden la condición estatal con la de gratuidad. Esta conveniente confusión lleva a que esperemos, como sociedad, que el estado haga, evite o promueva ciertos actos o conductas, por la mera conveniencia de que no le toque al actor económico privado asumirlas.

Es así como discursos de pacotilla y facilones hacen ver que es responsabilidad del Estado hacer lo que le manda la Constitución, pero sin dotación de recursos para que dichas funciones se lleven a cabo, dejando el medio para el cumplimiento de sus fines simplemente en condiciones de imposibilidad material de ejecución.

Tenemos quienes, a la vez, defienden el sentido contrario de facilidad de exigir sin dar, pasando pendularmente al otro extremo de la sociedad en la que se promueve exprimir al soberano, el pueblo que ha definido dotarse de un instrumento para el logro de sus fines, confundiendo fácilmente fin y medios; un aspecto que es tan grave o más grave que el primero.

Si vamos a gozar de un Estado como medio para la satisfacción de las necesidades definidas en los mandatos constitucionales dinámicos y necesarios, se le deben dar los recursos adecuados. Ese es el precio para nosotros, como beneficiarios del sistema estatal, siempre que seamos capaces de ver los beneficios de contar con un Estado. En el tanto estemos conscientes de que conviene a los interese del colectivo poner de manifiesto los principios de solidaridad y subsidiariedad del Estado para con quienes no cuenta con los medios adecuados, es propio que demos una mano para salir adelante.

Es claro, no hay fiesta gratis. Para cada ente creado para el cumplimiento de unos fines específicos, nos corresponde a todos, según nuestras capacidades contributivas, sostenerle por medio de cargas públicas.

Esta responsabilidad debe ser reglada. No puede ser atropellando los derechos de quienes “más tienen”, sino conforme los principios de tutela de la reserva material de ley, la certidumbre jurídica, la promoción de la actividad humana privada como medio de dignificación de la persona por su inherente condición. Podemos entonces entender que se debe guardar un equilibrio que separe a quien impone las cargas de quien las administra.

Estos fundamentos de la sociedad moderna dejan en manos del legislativo la responsabilidad de legislar y solo por ese medio, habida cuenta de la democracia representativa, que se puedan exigir tanto cargas fiscales como otras exacciones patrimoniales a los soberanos del Estado, que son sus habitantes.

Vemos cada vez con más preocupación la abusiva forma en que las Administraciones, mediante actos directos o indirectos, sean de orden para normativo los primeros o interpretativos los segundos, se entrometen en la reserva material de ley, en el abuso del derecho y la pérdida de la claridad instrumental que debe implicar la organización de la sociedad en su forma de distribución de cargas, responsabilidades y consecuentes costos entre los sectores públicos y privados.

Se hace urgente que los funcionarios entren a un curso intensivo de entender sus condiciones de depositarios de la norma que regula las relaciones en las sociedades modernas. Urgente que la borrachera del poder salga de las instituciones para que estas sean, como deben, instrumentos al servicio del soberano, que es el pueblo mismo, financiando estas responsabilidades con cargas fiscales equilibradas, equitativas y que dignifiquen la condición de quien se esfuerza cotidianamente por una vida con dignidad.

 

¿Por qué debemos hablar de impuestos?

La respuesta es simple. Por poco que nos guste, son una realidad tan inexorable como la muerte. Ya lo decía así Benjamín Franklin hace más de dos siglos.

La seducción de tener una sociedad idílica en la que no existan obligaciones tributarias seduce tanto a quienes han dedicado su vida al realismo mágico como a quienes, siendo versados especialistas en materia económica, pretendiendo la plena libertad, llegan a la más reducida de las dimensiones de necesidad de un sistema tributario mínimo.

Estamos siendo endulzados por la diversidad más amplia de discursos de cara a las próximas elecciones, que enfrentará a una veintena de candidatos a ocupar la silla presidencial de nuestro país. Conviene que tengamos claridad y algunos elementos de discernimiento respecto de ese mundo de promesas que hacen los pretendientes de nuestras voluntades, para llevarlas a la condición de la famosa serpiente del Génesis.

Para entender la necesidad que da origen a la necesaria existencia de un sistema tributario, es necesario entender la diferencia entre éste y un sistema fiscal.

Las sociedades modernas, las democráticas, hemos definido una serie de funciones y actividades que el Estado debe proveer a sus habitantes, con el fin de que estas puedan ser gestionadas con un ánimo de servicio y no de lucro, tutelando bajo el principio de interés público algunos bienes y derechos de todos o, al menos, de una mayoría significativa.

El ánimo de lucro no es pernicioso en sí mismo, pero, debido a la naturaleza de algunos de los bienes jurídicos a tutelar, pueden llegar a representar conflictos de intereses entre el interés público o general y el interés privado o particular.

Por supuesto, el discernimiento de estos conflictos actuales o potenciales se dirimen en el ámbito de premisas de orden ideológico. Así tenemos que en el extremo del péndulo hay quien defiende la completa estatización de las actividades humanas, como en el otro la absoluta desaparición – al menos en el plano teórico – del Estado como participe en dichas actividades.

Entre los dos extremos del péndulo surgen una serie de claroscuros que son representados por la diversa oferta ideológica que se manifiesta en lo electoral a través de organizaciones denominadas partidos políticos. Algunos de estos esfuerzos son, efectivamente partidos, mientras otros son iniciativas personalísimas de intereses concretos que asumen el rol de los partidos políticos para causas muy propias de un individuo y una selecta minoría de sus beneficiarios.

Esta distinción, no se resuelve de manera sencilla. No resulta de la historia. Responde a la actualidad de coherencia entre las organizaciones electorales, sus predicados, sus verdaderos y legítimos intereses, su forma de organización, más que a la novedad o larga data de la propuesta que se abandera.

Los impuestos son el anverso de la moneda que debe responder a las preguntas relativas a qué funciones y responsabilidades deseamos que tenga el Estado en la vida cotidiana de los habitantes. A cuáles son los compromisos que históricamente se atribuyen a éste a través del tejido de la historia, que le dan contorno al actual papel del Estado y a las posibles nuevas formas de gestionarle.

De ahí la importancia que, al estudiar las propuestas electorales que algunos con seriedad plantean en sus planes de gobierno, debamos leer primero cuál rol se le pretende atribuir al Estado. Pero también cómo, partiendo de la actual existencia de roles acumulados, se hace plantea la transición de la condición actual a la condición propuesta.

Esto es más fácil de comprender cuando vemos algunos ejemplos cotidianos en nuestros países para gestionar áreas críticas de la vida social y qué pasos proponen los oferentes electorales para pasar de la condición actual a la propuesta. Así podemos hacer el correlato funcional de las cosas públicas, con la forma de financiar esas acometidas sociales.

Cuando un país le atribuye a una serie de órganos del estado, por los medios democráticos, de mandatos constitucionales o legales, una serie de obligaciones divididas a nivel funcional y operativo está planteando el lado del presupuesto que, en materia fiscal, denominamos gasto público.

Si se espera que sean los órganos públicos los que provean de seguridad ciudadana, salud, educación, creación o gestión de obra pública, promoción de la cultura y el deporte, el cuidado y la preservación del medio ambiente entre una larga lista de etcéteras que hoy tenemos y a los que podemos seguir sumando según la aspiración de los habitantes, sus necesidades y sus fines de convivencia social; estamos respondiendo no solo el gasto público corriente de los años respectivos, sino que, a la vez, estamos dando al menos el piso de la construcción del sistema fiscal en su ámbito del gasto.

Definidas las funciones y su costo, es válido evaluar la eficiencia que esperamos en el cumplimiento de los objetivos. Eso tiene una relación directa con la forma de reclutamiento, remuneración y gestión de los recursos. En el caso costarricense, el proceso tiene una serie de características revisables como las relaciones de obligatoriedad de cumplimiento en las contrataciones y compras públicas, así como las amarras que dan las reglas del servicio civil en materia de personal estatal.

Aún con la voluntad de pasar de la condición actual de las cosas en materia de gasto a una más eficiente, debemos admitir y entender que esto no se logra de un plumazo. No es un paraguazo de “Mary Poppins”, sino un compromiso país de largo plazo, que requiere de un consenso nacional expresado institucionalmente en la acción de los Poderes del Estado, para redefinir el tamaño, la eficiencia y las funciones que le atribuiremos a la sección de gasto público.

Una vez definido el tamaño del gasto público corriente debemos incluir dos grandes componentes adicionales: el pago de lo que ya nos comimos, todos o algunos, pero como sociedad en conjunto, que lo debemos retribuir tanto en el servicio de la deuda (intereses) como en el pago del principal de esta.

Como si no bastara, debemos agregar otro costo: El costo de las exenciones. El costo de todos aquellos que legalmente tienen, mantienen o pretenden tener o mantener el derecho de no contribuir mediante exenciones totales o parciales. Ese costo es parte del gasto público. Al gravar a quienes no gozan de exenciones, estos pagan lo que los que sí las tienen no desean, no pueden o no les gusta pagar, a pesar de su deber constitucional de contribuir a las cargas públicas.

Una vez hecha la sumade los gastos públicos, debemos responder a las preguntas de: quién, cómo, y para quién se financiarán dichas estructuras de gastos.

La respuesta la dan dos vertientes concretas: la mayor deuda que estemos dispuestos a asumir, con su consiguiente costo de servicio por intereses, así como cuánto nos quieran prestar las instituciones financieras nacionales o internacionales, y qué porción del ahorro privado vamos a dedicar a la captación mediante instrumentos de deuda en el mercado local e internacional.

De la decisión de cuánto vamos a tomar del ahorro del sector privado nacional estamos definiendo de plano, cuántos recursos van a quedar libres para el uso en inversión y creación de nuevas empresas, o el sostenimiento y apoyo a las que quedan aún, pero que requieren ser financiadas. También definimos el costo que tendrán estos recursos al competir con tasas de interés presionadas al alza, que debe pagar el gobierno para comerse la “primera tajada” del pastel y así evitar recurrir a la revisión de los ingresos fiscales.

Una vez definido y logrado el financiamiento parcial del gasto público, con deuda interna y externa, debemos ver cuánto se está recaudando mediante los tributos en su conjunto, así como en cada uno de los rubros que lo componen.

La diferencia entre el gasto público, incluidas las exenciones, y el endeudamiento logrado, darán el valor que se debe financiar mediante impuestos o mediante déficit fiscal.

Si bien esta es una construcción compleja, es más complejo no comprender por qué existen los impuestos. Es muy fácil matricularse en la tesis de “eliminemos los impuestos.” Pues estos han sido desde antes de la Era actual medios económicos demostrativos de dominación de los pueblos.

Sin embargo, quien responsablemente quiera dar una respuesta consistente con la realidad y no diga todo lo que hay detrás de un sistema impositivo, siendo este solamente uno de los dos grandes pilares del sistema fiscal, falta a la verdad, crea ilusiones que son simiente de desilusión cuando la inexorable conversación con la realidad enfrente estas propuestas seductoras de eliminemos los impuestos.

Tampoco es de recibo seguir a quienes, sin valorar la eficiencia, tamaño, oportunidad y pertinencia de las funciones del Estado, simplemente le pretenden seguir engordando de manera mórbida hasta alcanzar niveles mortales, cerca de los que nos han puesto a hoy los irresponsables gobiernos del derroche de lo que no hay, como si fuera propio, apropiándoselo, abanderando, la sencilla consigna, que es igualmente facilona e irresponsable que reza, que los ricos paguen más.

Ni una ni otra propuesta de fácil bandera electoral son viables sin partir del principio de la realidad: Tenemos un Estado que tiene el tamaño de hoy, que debemos recortarlo, hacerle eficiente, manejarlo con austeridad y astucia financiera, revisar a los exentos para que una vez racionalizada la parte del tema fiscal que versa sobre los gastos, podamos responsablemente asumir posiciones coherentes y de equilibrio en materia de los impuestos.

Los impuestos no son un querer de los pueblos, son han sido y serán, el costo de contribuir con las cargas públicas, pasadas éstas por un responsable escrutinio, “ni tanto que queme al santo ni tanto que no lo alumbre” decían nuestros antepasados.

 

Caminando hacia el cambio, ¿Cómo enfrentar el Impuesto mínimo global y unas finanzas públicas convulsas?

 

Enrutados en el camino de una diversidad de reformas necesarias en el sistema de gestión de las finanzas públicas, vemos en el horizonte – con reserva conservadora – la posibilidad real de contar con una normativa de empleo público.

Esta norma debe lograr que se nivele la cancha, sin menoscabar la dignidad meritoria de la persona funcionaria pública, pero evitar que se mantengan las prebendas que resultan del atropello a lo “Alí Baba” de algunos funcionarios públicos. Esos que, no solo mediante sus salarios abultados y no trabajados, sino también su incapacidad de gestión son los causantes de la precaria condición financiera de Costa Rica.

Un Estado convertido en uno de corrupción, podredumbre administrativa, concesiones graciosas a unos pocos, desvío abusivo de los exiguos recursos de nuestras finanzas públicas, por simplemente estar en manos de una mafia protegida, además, por un estatuto de servicio civil, que les hace intocables.

Tener un estatuto de protección a la persona funcionaria pública es un derecho del que nos sentimos orgullosos, un sistema que garantiza que la persecución ideológica y en particular la partidaria no se ponga de manifiesto en el vaivén de las amenazas electorales, que podían surgir de la libertad de disentir del gobierno de turno.

No tener en contrapeso una gestión vigilante de higiene de la ejecución de los intereses de todos los costarricenses; es lo que hace de este instituto jurídico de protección una barrera a superar con urgencia para oxigenar al Estado, dejándole de un tamaño justo a las necesidades de una pequeña Nación. Solo así nos separaremos del camino de convertirse en una nación pequeña de mente, aspiraciones y sueños.

Nuestro país tendrá también en los próximos meses que entrar en una dinámica de reforma del sistema tributario. Es evidente que no existe ambiente legislativo, dadas las condiciones electorales, así como particularmente por la incapacidad manifiesta del ministro de Hacienda, el estado de mudo del ministerio de la presidencia y el jolgorio electoral del Congreso.

Cuando las aguas vuelvan a la calma, la reforma tiene dos pasos que pueden sensatamente unirse para invertir el capital político del gobierno entrante y evitar una doble erosión en discusiones compatibles y complementarias en materia fiscal: la renta global dual, así como la adecuación de nuestra legislación ante la realidad del impuesto mínimo global, acordado en Roma en octubre pasado y que entrará a regir el próximo 1 de enero de 2023. Nuestro país forma parte de ese acuerdo.

Con el proyecto de renta global dual hemos pasado por toda clase conocida de ocurrencia de un ministerio de Hacienda que hace alarde de la ignorancia de la gestión de las finanzas públicas y una apoteósica demostración de incapacidad en materia tributaria. Una experiencia cargada de ocurrencias, como de “mesa de tragos”, como si se tratara de quinielas para ver cuál es la acertada, con una falta de seriedad propia de mentes subdesarrolladas.

La reforma fiscal de segunda instancia debe entrar a valorar cómo poner en marcha la versión dos de las acciones para evitar el traslado artificial o artificioso de utilidades de un país a otro, erosionando las bases imponibles del primero, aprovechando las condiciones de disparidad existentes en la fiscalidad internacional hoy. No es ni más ni menos que la versión dos de las acciones BEPS o, en sentido más estricto, su aterrizaje forzado.

Estas modificaciones deben poner en remojo ácido la argumentación histórica de que, para salvaguardar condiciones de inversión y evitar la posible pérdida de inversión, son necesarios los beneficios fiscales particularizados a actividades, tipos de entidades y regímenes especiales.

Los argumentos históricamente válidos habrá que revisarlos a la luz de las nuevas reglas globales de una tributación mínima global efectiva del 15% de impuesto sobre utilidades, ganancias, excedentes y cualquiera otra denominación, que les den los ordenamientos legales en cada lugar del mundo, así como la diversidad de ramas del derecho que regulan a las entidades sin demeritar su naturaleza jurídica, solamente su obligación legal de contribuir a las cargas públicas.

Esta parte de la reforma fiscal que se nos avecina es de orden externo.

Aunque la primera es interna, también en cierto modo cuenta con repercusiones internacionales, debido a los acuerdos tomados con el FMI, los cuales preocupan a propios y extraños. La propia OCDE al cierre de la semana anterior manifestaba escepticismo sobre la capacidad de Costa Rica de cumplir con lo acordado. La organización enfatizó sobre las nefastas consecuencias que, de no lograrse, esto tendría en tasas de interés y tipo de cambio. Retrocederíamos económicamente de vuelta cuarenta años, con una condición enclenque, severamente agravada por la COVID-19 y el manejo dado por la Administración de Alvarado Quesada.

La segunda reforma tiene como origen el acuerdo global de mínima imposición efectiva. Debe abordarse como estrategia país la posición que asumiremos respecto a eximir o no de tributar en Costa Rica aquellas utilidades que de no pagar impuestos en nuestro país lo harán de todas formas en el siguiente o anterior en la cadena de valor. En otras palabras, no entrarle a este tema, en el fondo, sería “regalar” recaudación propia a países más adelantados que nosotros en materia fiscal.

La argumentación de que, al gravar al menos al nivel del 15% de tasa efectiva actividades que hoy cuentan con exención de renta, en especial empresas multinacionales, haría que dichas inversiones se vayan o no vengan del todo al país, pierde musculatura argumentativa. Otros 135 países alternativos para la inversión estarán tomando medidas análogas, se derriba por peso propio esa línea de argumentos.

En lo que debemos ser competitivos ahora, es en factores de producción e infraestructura. Dos de los grandes retos de la próxima Administración, que sin duda deberá apalancarse en ellos para lograr activar la economía. Ambos retos plantean indudables oportunidades, que en las manos de unos gobernantes con sesos – es claro que a esta Administración no le tocará, aspecto que les da la ventaja de no tener que demostrar esta tarea – convertirán en oportunidades de atracción de negocios a nuestro país.

La segunda reforma, la de orden externo, es una oportunidad para resolver viejos asuntos sobre proteccionismo y barreras a la competencia, que se convierten en valladares de la competitividad. Es un excelente momento para derribar paradigmas y acabar con prebendas históricas en materia fiscal que Costa Rica, hoy, ya no puede pagar.

Debemos recordar los contribuyentes y los lectores que no lo sean también, que toda exención es una carga que se trata como un gasto fiscal. Si queremos unas finanzas públicas modernizadas, obligatoriamente debemos revisar el sistema de exenciones, el hacerlo es una página impasable en la próxima reforma fiscal.

Por los tiempos que corren y conociendo nuestra capacidad histórica de postergación, es muy conveniente que la reforma fiscal sea equilibrada entre entidades y personas físicas. Solo así lograremos competir con tasas impositivas corporativas bajas, logrando una mayor recaudación porque hay menor incentivo a la evasión, dejando recaer en cabeza de los beneficiarios de las utilidades, las personas físicas, el peso de la mayor tributación sobre la renta, conforme a sus capacidades contributivas crecientes.

El combinar estas dos vertientes de la tributación sobre la renta en un impuesto sobre entes jurídicos, que sea un ajuste a la baja, permitirá competir, atraer, reinvertir, y lograr las deducciones que promuevan la creación y mantenimiento de los niveles de empleo, así como el recuperar la inversión en bienes de capital que renueven el parque empresarial costarricense, activando la inversión, la movilidad de recursos y la actividad económica en su conjunto.

Mientras que la tributación incremental propuesta a las personas físicas a tarifas marginales superiores del 27.5%, debe contemplar mecanismos de transparencia para atribuir las rentas de las entidades a sus beneficiarios finales, acreditando lo pagado por la sociedad en cabeza del socio. Así se evita esa histórica doble imposición económica que es el impuesto al dividendo, hoy impuesto a la renta del capital mobiliario. Es urgente que entremos abandonando los viejos postes sobre los que hemos remodelado la ya raída ley de impuesto sobre la renta.

Irnos a techos de imposición sobre entidades que sean cercanos o iguales a los pisos del impuesto mínimo global no es una propuesta ni descabellada ni descartable. Mientras hagamos lo debido en materia de competencia y competitividad, lograremos salir de este atolladero económico en el que nos hemos sumergido con la conducta de los corruptos, la de los defraudadores y los que, sin hacer mucho, reciben salarios abultados con carga a las finanzas del Estado.

Cualquier argumento trasnochado, que pretenda mantener el estatus quo en un momento como el actual, es ingrato con la Patria, es mezquino hasta consigo mismo y carecería de fundamento técnico. Esto no exime la posibilidad de que tengamos que escuchar las viejas peroratas de estos de siempre, pero deja claro que su posición no solo es cada vez más débil, sino que a la vez debilita más aún nuestro sistema de convivencia democrática.