La riqueza de la economía digital
La economía digital es un fenómeno disruptivo que cambió la interacción entre clientes y proveedores dentro de cada encadenamiento productivo de bienes y servicios o bien, con los consumidores finales.
La realidad, previsible desde el final de la década pasada respecto a la cuarta revolución industrial, conocida como revolución 4.0, es una reminiscencia del primer fenómeno del siglo XVIII. La revolución 4.0 se caracteriza por un cambio radical en la forma de producir, prestar servicios o transmitir derechos de uso, que irrumpe con una alta velocidad en la creación de prestaciones y contenidos de la era de internet de las cosas.
Esta revolución, con todas sus innegables bondades, plantea una nueva profundidad a problemas que preexistían, pero que se acentúan desde el inicio de la ola expansiva de un fenómeno que apenas se asoma y, que se disparó con viento de cola con la pandemia de la COVID-19. La crisis sanitaria trajo consigo la necesidad de intensificar el uso de plataformas digitales para la satisfacción de necesidades básicas, en particular en los momentos de los cierres masivos de la actividad comercial, restaurantes y comidas tradicionales.
Los retos que plantea este fenómeno tecnológico y el impacto en el quehacer cotidiano son diversos y van desde las formas de mayor incidencia antropológica, sustituyendo las relaciones personales por sus sucedáneos virtuales.
Los desplazamientos de trabajos tradicionales se dan de manera creciente ante la necesidad de racionalizar costos de operación. La optimización de mano de obra y la robotización de procesos plantea consecuencias en los sistemas de atención de necesidades de los desplazados que ahora desde el duro desempleo abierto, como en el oculto, sufren del hambre en sus mesas en lugar de la comida.
Una ola de emprendimiento nuevos, gestionados por los desempleados y desplazados, es evidente. Quizás más que nunca emergen emprendimientos amplios y diversos que, por razones estructurales y de realidad del entorno económico en su mayoría no pasarán su ciclo de un año. Serán pocos los que se convertirán, en el mejor de los casos, no en empresas formales, sino en ingresos adicionales para quienes aún gozan de algún tipo de empleo o en un mero medio de subsistencia para quienes apenas logran la denominada “reinvención.”
La revolución 4.0 plantea una desigualdad desde la óptica social y la realidad de los sistemas educativos. Crece ahora un abismo donde antes había un disimulado desnivel a partir de la brecha digital. Quienes tenían conocimiento y acceso a la conectividad avanzada se separan aún más de aquellos con baja cultura digital, con el básico manejo de redes sociales que les convierte más bien, como si fueran peces, en consumidores atrapados.
La solución es la educación. Debemos tomar acciones para acelerar la capacitación e inmersión en esta nueva forma de relacionamientos, en particular cuando nos referimos a la economía de las empresas con sus pares y de estas con sus consumidores.
Debemos distinguir entre los emprendedores con medios materiales, humanos y tecnológicos, pero sobre todo con una correcta estrategia para despegar y hacer empresa, de aquellos de mera supervivencia que, por más buenas intenciones estas no alcanzarán para llevar adelante sus negocios.
Los primeros deberán lograr obtener acceso a recursos en un mercado de capitales de riesgo neonato y repleto de grandes obstáculos para el acceso a crédito. Las opciones de crédito disponibles vienen de un modelo histórico que ofrece recursos fáciles para quien no lo necesita realmente, una realidad que perpetúa el desarrollo del nuevo tejido productivo.
La sociedad de la digitalización, donde la atención más básica de los centros de servicios no la hacen personas, sino sistemas de riesgo automatizados, desplaza a una población vulnerable y nos lleva a cuestionarnos sobre las bondades de orden económico de esta gran revolución digital.
En economía es básico plantearse el qué de los fenómenos, pero también abordar el cómo y finalmente, la definición del para quién, que denote que la economía está al servicio de la satisfacción de las necesidades humanas de una sociedad que, cuando la vemos a la luz del desarrollo digital deja una respuesta poco clara a este planteamiento. Quizás la más elocuente es que, por los hechos, no es para todos.
Ningún modelo de desarrollo plantea per se soluciones con externalidades positivas distribuidas entre el mayor número de los agentes sociales, los individuos, sus núcleos familiares y la tutela de los derechos humanos fundamentales, sin embargo, lo que es claro es que este modelo irreversible de la revolución digital sí ha demostrado ser capaz de lograr los mayores niveles de exclusión social y los peores resultados en la distribución del ingreso y la riqueza.
Se plantean retos que deben ser solventados con medidas de carácter internacional ya que la realidad descrita no es propia de un solo país, aunque las diferencias de región y región ponen a las de siempre, África y América Latina en una posición de choque frontal con las consecuencias negativas. Esto producto de las falencias de sus sistemas educativos, su pobre infraestructura en comunicaciones y los abismos históricos entre quienes tienen y quienes, en apariencia, están destinados a ni siquiera soñar con tener acceso a mejoras en su condición social y económica.
La OCDE plantea estos retos desde una compleja diversidad técnica que pretende solventar a partir del año 2023 con el impuesto mínimo global. Debe eso sí afinar sus letras con una cautela que no deja ser permeable a los intereses de los grandes gigantes de la economía digital.
El impuesto mínimo global avanza a todo galope, pero no es aplicable a toda la economía digital, sino solamente a aquellos negocios cuyo ingreso global supera los setecientos cincuenta millones de euros y luego una serie de matices en los que, por hacer inclusivo el sistema, plantea avenidas por las que pueden escapar los que se sujeten a esta regla.
Mientras tanto, en el mundo de las personas que trabajan o buscan hacerlo se plantea todo un debate en materia de medidas compensatorias a los desplazamientos de trabajadores por robots, entre las que se consideran las posibilidades de crear impuestos por el uso del robot, ya que no solo esta sustituyendo fuentes de trabajo, sino que esta erosionando bases fiscales, por aquellas personas físicas que antes pagaban impuestos y aportaban a las contribuciones de seguridad social pero ahora son desplazados o desempleados.
Si bien el Mundo Feliz de Aldous Huxley plantea estas cuestiones, el gravar la tecnología no parece atinar a la solución. Serviría solo como el “soma” de la novela, un sucedáneo de felicidad. Nos haremos adictos a gravar el progreso sin buscar cómo reinsertar en nuevas labores a las personas afectadas.
Los impuestos “caídos” y las contribuciones sociales no cobradas a los nuevos sujetos “robots” plantean la discusión de si, con todos sus aciertos y bondades la Revolución digital llegó a destiempo, cuando las sociedades aún no estamos listas para responder a los retos que hoy son consecuencias ex- post de más difícil remediación.
La economía global es a la vez sorprendida en una de sus crisis económicas más profundas, de ahí que es necesario redimensionar los Estados, sus funciones y los costos asociados de operación. Aunque hay quienes que, con trasnochados discursos, defienden la necesidad de darle al Estado la responsabilidad de nuestro bienestar, aun cuando es incoherente al contrastar la realidad y los hechos.
Si en épocas de bonanza fuimos incapaces de hacer que los Estados del bienestar fueran sustentables, en las crisis solamente estamos corriendo en la dirección opuesta a la luz, con una tendencia a huir en dirección al despeñadero.
Grabar y sujetar a cargas sociales a los robots no parece ser la respuesta correcta. Enfrentamos el problema de la intangibilidad de las prestaciones que a su vez retan los aspectos más tradicionales, fundamentales y vertebrales de la fiscalidad internacional, el cambiar de pivote, migrando del establecimiento permanente a una suerte de concepto de establecimiento virtual o digital que conlleva la grave tarea de atribución de la soberanía fiscal de a quién correspondería la pretendida recaudación.
No podemos imaginar que la respuesta sea volver a atrás, a la era predigital, pero es indudable que antes de seguir avanzando, a pesar de la vertiginosa velocidad de esta revolución y sus consecuencias, es recomendable hacer un alto en el camino para meditar: Qué sociedad queremos, cómo la vamos a financiar, quiénes se van a beneficiar y cómo pretendemos hacer frente a quienes, de manera abrumadoramente mayoritaria, se queden excluidos en consecuencia de la decisión que tomemos.
Estas son decisiones que, en última instancia, debemos optar por velocidad o precisión. Esta vez, como lo que está en juego es la estabilidad de la sociedad global, debemos optar por la precisión pues los errores podrían conllevar consecuencias indeseables e irreversibles.